Caminante no hay camino

En nuestro presente hay más de lo que nadie pudiera escribir en una sola vida. El resto no es más que un futuro incierto que condiciona nuestra forma de pensar y un pasado inmutable: días en blanco y negro con el marco más humilde que poseíamos, la inocencia; paginas amarillentas que releemos con la esperanza de que digan algo nuevo aunque siempre encontremos lo mismo una y otra vez.

En busca de un futuro más prometedor, suelo salir a la calle a pasear mientras miro con atención a las nubes, anhelando que desaparezcan, deseando que el tiempo conceda una tregua a su avance inexorable y que vuelva el color a las aceras, a la gente y a los ojos de los jóvenes que nos miramos como extraños.

Quizás los pocos años que llevo a mis espaldas me han recompensado con un poco de experiencia para el trayecto: me doy cuenta de que el mayor daño causado a la sociedad no es su esclavización, sino el paso crucial previo de dejarla adormecida, de arrancar el color de nuestras retinas. Pocos son los ojos que miro y reflectan ese furor por cambiar el mundo, amándolo y odiándolo al mismo tiempo por lo que es y podría ser respectivamente, y ese único fin de crear pequeñas maravillas que eleven el alma hasta el infinito aunque luego haya que dejarlas caer y volver al mundo real.


¿Qué causa esas miradas grises propias de muertos vivientes? Primero está la televisión basura y todo entretenimiento que no te erice los pelos de la nuca, que no te llene de adrenalina o que no cree placenteras conexiones neuronales en tu cerebro; luego están las drogas, que sólo en manos de jóvenes sin rumbo se convierten en realmente peligrosas; y finalmente una educación pésima que deja a los niños repletos de pura información, inútil si no se les enseña además a pensar. Toda esta contaminación física y mental persigue y erradica a los menos expuestos a la concienciación social, eliminando la inquietud de explorar el mundo que nos rodea para llegar a entenderlo, y sustituyéndolo por la aceptación del mismo sin pregunta alguna.

La imaginación que nos hacía volar de niños es solo un lastre a la hora de intentar crecer demasiado deprisa para hacerse respetar, lo cual ocurre solamente por la obsesión de ésta cultura con la opinión que los demás tengan de nuestra apariencia. El mundo hostil y competitivo en el que nos hemos visto forzados a crecer exige el abandono de cualquier rastro de inocencia e imaginación para evitar ser devorados por una sociedad pasivo-agresiva.

Qué difícil es seguir adelante cuando no puedes evitar que te destrocen las miradas de extrañeza que te echan por no seguir el camino predeterminado en esta sociedad establecida. Pero no hay vuelta atrás: nos toca un camino largo y duro a aquellos que despertamos del ensueño del "pequeño mundo" y vemos más allá de la telebasura, la educación negligente y otros aparatos de atontamiento social que antes nos dejaban vulnerables, presas perfectas para los que quieren nuestros votos, dinero o devoción. Como ya dijo José Pablo Feinmann:
"Hay un momento en el que usted dice: "¡Esto no va a más!". Pero ojo, porque a partir de ese momento, usted está solo. Usted está solo. Y va a tener que apechugar con ello. Va tener que hacerle frente. Y eso es una actitud filosófica. Pero es muy difícil, porque a partir de ahí deja de pertenecer a la manada y comienza a pertenecer a usted mismo. Y cuando eso ocurre, ya no tiene justificaciones, ya no puede distraerse; tiene que elegir, y usted va a ser el responsable de cada una de sus elecciones".
El camino es en ocasiones demasiado duro, ya que a día de hoy todavía somos pocos los que compartimos este trayecto repleto de incertidumbre. No es una perspectiva atractiva, pero Descartes tenía razón al preguntarse qué haríamos sin esa incertidumbre, sin esa duda, sin esa disconformidad: no se puede pensar críticamente ni tener la mente libre si no dudamos primero, si no nos preguntamos si las cosas no son siempre como dice la intuición, como afirma una figura autoritaria o como cree la mayoría, todas ellas falacias en las que cae la gente a diario; de hecho, en esos tres pilares se basa su adormecimiento. Al final, cada uno lleva su mundo a las espaldas y sus pensamientos como bandera. Si me preguntasen qué representa mi bandera, probablemente no diría más qué: "Cuando llegue el momento de decir adiós, poder afirmar con total seguridad que el viaje ha merecido la pena". Pero, como he dicho, cada uno lleva su mundo a las espaldas y por tanto tiene ideas distintas. En realidad, lo único vital es tenerlas; la esencia de la vida es pensar.

Por muy terrible que parezca caminar en soledad, nada supera a ver cómo algunos viandantes deciden abandonar el viaje. Se quedan sin fuerzas y se dejan llevar por la corriente. No los culpo: sólo son una víctima más, otra mirada que se apaga dejando para los locos la sobrecogedora experiencia de descubrir el mundo y, sólo quizás, también la posibilidad de cambiarlo. De todas formas, seré sincero: me cabrea pensar en aquellos compañeros que vieron cómo eran las cosas y no pudieron seguir adelante. Por supuesto, eso no quita que en el fondo solo quiera desearles un buen viaje por lo que significaron para mí: espero que el contento narcótico con el que ellos se conforman les traiga al menos una versión -si bien superficial- de la paz que en su día buscamos todos juntos.

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