Olvidados

En un articulo anterior hacía referencia a las experiencias empáticas vividas en los bares y otros lugares de reunión donde se pueden encontrar verdaderas almas en pena, caminando de forma errática, sin sentido alguno en esta sociedad, buscando una felicidad que a ellos nunca se les ofreció. Aunque, como todos en este primer mundo, siempre he sido consciente de la existencia de esta clase social, pocas veces a lo largo de mi corta vida he observado realmente a este grupo al margen del que nosotros conocemos: la sociedad de los olvidados.

Aunque este mundo vive en el mismo plano físico que el nuestro, ya que la globalización no ha polarizado por completo a los países ricos de los pobres, figuradamente es justo decir que viven en su propio tercer mundo. Se trata de un plano paralelo que se rige por sus propias normas y códigos civiles, si bien estos no tienen más relevancia en el Congreso de los Diputados que la que tendría un libro infantil. Esa realidad oculta que nos hace sentir incómodos (pero no ya escandalizados, gracias a la televisión) es la que en ocasiones consigue remover y despertar de tan profundo sueño a ese pepito grillo que llevamos todos dentro; una realidad a la que no nos dignamos ni a mirar, por mucho de que se nos presente día tras día. No hay excusa: para verlo no hace falta irse hasta África. Las siguientes líneas van destinadas a que la próxima vez que salgáis de casa observéis en vez de simplemente 'ver', para así daros cuenta de que no todo marcha tan bien como parece.

Observad a los invisibles:
El sol se pone en una ciudad cualquiera y las farolas pueden descansar tras otra noche de trabajo dando un uniforme tono anaranjado a todas las calles. La gente regresa a sus casas, el asfalto se despeja de ruidosos coches y autobuses, y solo se escuchan las voces los más rezagados. De pronto la ciudad se sume en una calma agradable. Todo va bien. Ciudadanos, podéis iros a dormir bajo vuestras sabanas calientes. Buenas noches a todos.

Pero, ¿a todos? No: desde la calle, una mirada de ojos vidriosos ajados por años de alcoholismo observan con verdadera envidia cómo la última luz de una fachada se apaga.
"Cuanta felicidad" -piensa- "pero, ¿dónde está la mía?". Se rasca la cabeza y la barba. Los piojos se están cebando con él. Continúa empujando su casa, que cabe en un carro de supermercado. Mira a su alrededor en busca de un lugar para pasar la noche, y deduce que un cajero será la mejor opción. Si no le echan a patadas.

Monta los cartones de la forma más digna que sus dedos llenos de sabañones le permiten y entre tragos de vino y alguna calada narcótica trata de huir de su realidad nocturna, tan lejana para unos y tan dura para otros. Su mente se nubla pero sigue sintiéndose mal. Otro trago y ya está algo mejor. Algunas caladas y se encuentra cada vez más lejos de allí. Un último trago y ya duerme.

La paz inducida por el sueño es el único respiro donde refugiarse de esa locura; jamás le quitarán el recoveco en el que se encuentra con las memorias de una vida pasada, ya muy lejana, en la que él también era un ciudadano con casa, mujer, trabajo e hijos... pero qué lejos quedaba todo aquello.
Nada tiene de único este personaje. Muchas son las vidas desperdiciadas en la colmena en la que vivimos; con un ensordecedor silencio si te dedicas a escuchar y observar, una multitud de cuerpos sucios, bocas desdentadas y ciudades de cartón deambulan por el pavimento que para nosotros es calle y para ellos su único refugio, su último hogar.

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